Texto elaborado en 2013 por un militante de Yesca, sobre la necesidad revolucionaria de comprender Madrid como parte del hecho nacional castellano.
Con el paso de los años y la experiencia acumulada, uno se va forjando la impresión de que cualquier izquierda que no reconozca y acepte como punto de partida la plurinacionalidad del Estado español está castrada, abocada al precipicio del fracaso. Cuando hablamos de nuestra tierra esto tiene especial gravedad, porque carecemos de una masa social -y de referentes políticos que la agrupen- que sea capaz de reconocer a Castilla como sujeto político, social, cultural y territorial concreto, pese a los lógicos y sanos debates sobre la cuestión nacional que quedan pendientes de resolver; la lucha es en sí misma pura contradicción.
Muy poco a poco, entre las sensibilidades de izquierda en Castilla se ha venido desarrollando esa idea básica que considera a nuestro pueblo como uno más, idea que ya no es ni debe ser nunca más patrimonio de un par de colectivos ni exclusiva de sus militantes. Aún así, todavía estamos peor que antes de la Transición; sonroja ver el material propagandístico de la socialdemocracia en los momentos previos al proceso autonomista, pues entonces hasta el PSOE tenía más claro el hecho diferencial castellano que lo que hoy lo tienen los más feroces críticos del sistema en nuestra desestimada tierra.
A la hora de preguntarnos por la desarticulación de la conciencia nacional en Castilla no se nos ocurre mayor causa que la “cuestión madrileña”. A cerca de ello es sobre lo que versa esta reflexión que queremos lanzar a la izquierda consecuente castellana, y en especial a la rica y plural izquierda madrileña.
1083 fue probablemente el año en que Madrid se incorporó al ente político castellano tras la conquista de Alfonso VI; exactamente 900 años después, en 1983 nuestros enemigos de clase inventaron de la nada la artificial autonomía -aunque hay que decir que no es menos artificial que sus inmediatas vecinas, las otras autonomías castellanas. En estos últimos 30 años han sido capaces de esconder debajo de la alfombra del olvido 900 años de nuestra historia e identidad y de normalizar completamente su proyecto, no solo entre gente políticamente poco afín a todo pensamiento crítico, sino también entre la izquierda más consciente, combativa y reflexiva. Para hacernos una idea, cada uno de estos últimos años plagados de traiciones y humillaciones al pueblo trabajador han pesado como 30 periodos de 30 años (30 x 30 = 900) a la hora de borrar los lazos entre el territorio madrileño y el resto de nuestro pueblo. Sería una curiosidad graciosa si no estuviéramos hablando del exterminio planificado del hecho nacional castellano.
Pero como el lector sagaz comprenderá, no es del Madrid medieval de lo que queremos hablar, cuestión la histórica, por cierto, que gravita en torno al principal argumento para rehusar Castilla: cuantas veces habremos oído que: “Castilla ya no existe, era un viejo reino que hoy huele a polvo; y en el caso de existir, existe más allá de las fronteras de Madrid”. Este ‘argumento’, unido al tópico de que “Madrid es una isla cosmopolita en un mar de pueblerinos” nos hiere profundamente a los castellanos no madrileños, especialmente a aquellos que somos del medio rural. Pero como decíamos, preferimos hablar de la Transición y del Régimen que surge en estos años tras la muerte de Franco, porque aún hoy –casi diríamos que ahora más que nunca- hablar de esto es hablar de nuestro presente y de nuestro futuro.
¿Por qué la izquierda consecuente, que se plantea valientemente todo lo que surge de la pactada Transición y de una Constitución que consideramos obsoleta se vuelve muda a la hora de analizar el proceso de creación de las autonomías, más concretamente sobre las castellanas? Y decimos que específicamente las castellanas porque de las antiguas entidades territoriales, las nuestras fueron las únicas que se vieron modificadas hasta dejarlas irreconocibles. ¿Son más legítimas estas autonomías que la propia jefatura y entramado del Estado? ¿Acaso un tema tan serio como el modelo territorial del Estado español, cocinado en las ollas de los partidos del régimen y sobre cuyo proceso jamás se nos consultó, no es lo suficientemente interesante para prestarle atención? ¿Se tiene miedo de abordar esta cuestión o es que no tenemos nada que decir al respecto? Se dice que quien calla otorga; nosotros decimos que ya se ha otorgado al enemigo demasiado, ya se le han hecho demasiadas concesiones, también en este ámbito de la lucha que es la liberación nacional.
Pero siguen aflorando las preguntas. ¿A quién benefició la partición de Castilla? ¿Somos incapaces de hacer una reflexión serena sobre la trascendencia que tuvo para el capitalismo y el españolismo la desarticulación de este nuestro pueblo? ¿Lo consideramos una casualidad, algo que el Régimen dejó al azar? ¿Se puede llegar a pensar que la creación de la autonomía madrileña fue una decisión bienintencionada para favorecer la calidad de vida y el acercamiento de la administración a una población heterogénea por su procedencia y en constante crecimiento?
Nuestras humildes respuestas son que Castilla fue dividida a conciencia, preventivamente si se desea, para ofrendarla al proyecto del españolismo, para sacrificarla a la idea de la unidad de destino en lo universal de España. En Castilla se favorecía así el sentimiento único, sumiso a España, centrípeto y opuesto por naturaleza a la disidencia centrífuga, en especial hacia el pueblo catalán. Había precedentes para cimentar estos ladrillos y fueron empleados con astucia; mientras, el pueblo castellano no estuvo a la altura de las circunstancias, huérfano de agentes políticos que reivindicasen la identidad progresista de Castilla. Treinta años después no podemos hacer un balance distinto; si la función de las autonomías hubiera sido mejorar la calidad de vida, acercar a la ciudadanía la administración, desarrollar y garantizar el futuro para esta tierra, etc., se podría decir que su proyecto habría fracasado, pero puesto que consideramos que su función principal fue la de ponernos todas las trabas posibles como pueblo y generar confusión sobre nuestra identidad, conviene reconocer que las autonomías cosecharon un gran éxito como narcótico.
Hoy, cuando se ha avanzado de manera sincera en la comprensión de la plurinacionalidad del Estado y se ha articulado una respuesta desde la izquierda que gira alrededor del derecho de autodeterminación de los pueblos, queda mucho por debatir y clarificar.
En primer lugar, consideramos que no se puede defender tal derecho en abstracto desde Madrid, y en conjunto, desde Castilla. La de un pueblo que no se reconoce a sí mismo es una palabra poco fiable, cuanto menos, por poco estudiada. El internacionalismo exige el reconocimiento recíproco de los pueblos, como la solidaridad de clase exige que quienes la practican tengan esa conciencia de hermandad entre trabajadores/as. Expresar la solidaridad de Madrid a Euskal Herria, como tantas veces se ha visto, equivale a expresar la solidaridad de una ciudad -o de una provincia o autonomía- hacia un pueblo al que sí se reconoce una condición que nos negamos a nosotr@s mism@s; son categorías diferentes, a las que hemos decidido plegarnos, someternos. ¿O es que a l@s castellan@s no nos hace falta patria, pese a que suspiramos por la suerte que tienen otr@s de sí tenerla?
Nos encontramos entonces ante la declarada orfandad de l@s revolucionari@s castellan@s que hablan de la liberación de los pueblos sin ser capaces de distinguir cual es el suyo. Nos preguntamos cómo cada revolucionari@ resuelve esa contradicción en su seno. Quizás es que la fórmula expuesta en la Constitución del 78 tiene más predicamento del que creíamos, y se acepta la farsa de que en el Estado hay “nacionalidades y regiones”, esto es, hay territorios específicos que juegan en diferentes divisiones y que no se exponen en igualdad de condiciones, como si unos pueblos fueran más naciones que otros, o tuvieran culturas cualitativamente superiores. Evidentemente, lo que hay detrás de estos títulos es la concesión a regañadientes de parcelas de reconocimiento a los pueblos que son capaces de comprenderse a sí mismos como tales, y las sobras –las simples regiones- nos las quedamos los que nos venimos conformando con ser el alma de España por los siglos de los siglos. Sin embargo, esta fórmula jerárquica nos parece profundamente reaccionaria e impropia de la izquierda, incluso contraria al internacionalismo.
Que el sentimiento castellanista sea menor que la conciencia nacional subjetiva que han desarrollado otros pueblos no significa que tenga que ser directamente ignorado por los movimientos revolucionarios, ni contrapuesto maniqueamente con otras prioridades. El revolucionario tiene que analizar su realidad en sus más amplias perspectivas, y comprender que, al igual que la lucha de clases existe aunque amplias capas de la clase trabajadora no tengan plena conciencia de sí mismas, los pueblos existen de manera objetiva pese a que los sujetos que en ellos viven no asuman o no quieran asumir su existencia. La voluntad de ser, la conciencia subjetiva, es lo que luego ayudará a colocar a los pueblos en el camino de su emancipación y soberanía, pero no es la conciencia ni la voluntad lo que produce o da existencia a los pueblos.
A veces hemos oído defender que Castilla no existe porque la mayoría de l@s castellan@s no tienen sentimiento nacional, dando a entender que el argumentador apoyará la existencia o no de nuestro pueblo -o de otros bajo los mismos parámetros- en función de su mayor o menor aceptación popular, y no en función de un análisis de la realidad. Eso se llama oportunismo, colocar la vela al viento que mejor sople; pero este barco tiene que ser de remos, se mueve con nuestro esfuerzo. Tenemos el derecho de exigir a la izquierda respetuosa con los pueblos que se defina de una vez, que deje de moverse en una cómoda ambigüedad que es nociva para nuestro pueblo y genera confusión sobre la existencia o inexistencia de Castilla como sujeto. Si Madrid no es Castilla, entonces Castilla no existe y la nación de los solidarios madrileños con los pueblos del mundo no es sino España; sin embargo, si Madrid es Castilla, entonces podemos empezar a debatir acerca del encaje y la convivencia de nuestro pueblo con el resto de nuestros primos peninsulares con los que tanto compartimos. Este es el enigmático silogismo que la izquierda española no consigue o no quiere resolver.
En cuanto a la cuestión de las prioridades en la lucha, que es otra de las escusas para no abrir la Caja de Pandora de la liberación nacional de los pueblos, consideramos que no hay nada más prioritario que acabar con este régimen; defender la castellanidad de Madrid y nuestra existencia como pueblo es un excelente avance en esa dirección, que nos sitúa en nuestro lugar en igualdad con otros pueblos y cuestiona todo el proyecto de la burguesía española.
Seremos sincer@s. Que Madrid es Castilla y que Castilla es uno de los pueblos bajo jurisdicción del Estado español nos parecen cuestiones tan evidentes que casi nos cuesta explicarlas. Para lo primero creemos que sobra con leer libros de historia, con mirar un mapa de la autonomía enclavada en el corazón de ambas Castillas, con sentir la cultura tradicional de Madrid, con visitar sus pueblos y hablar con nuestros mayores. Por eso y porque ya hay muchos documentos escritos al respecto no abundaremos en esta cuestión. Somos plenamente conscientes de la especificidad de Madrid, que como toda metrópoli, tiene sus innegables peculiaridades sociales, económicas, organizativas y culturales. Igualmente, somos conscientes de las especificidades de Londres, Jerusalén, Caracas o Sevilla sin olvidar jamás que hablamos de grandes urbes enmarcadas en Inglaterra, Palestina, Venezuela y Andalucía. Es una cuestión de justicia que el pueblo castellano tome conciencia de sí mismo de una vez por todas, especialmente en los lugares donde se esconde bajo toneladas de cemento nuestra identidad y se nos apabulla con ese falso cosmopolitismo impulsado por la globalización que arrincona nuestras tradiciones, también las de lucha.
Sentimos si alguien se siente defraudad@: a juicio de algunas personas, Castilla no tiene tanto pedigrí como otros pueblos, no es tan cool ni se caracteriza por su exotismo, pero aún así es nuestro pueblo, al que desconocemos profundamente, infravaloramos, subestimamos y encuadramos entre los marcos de los más falsos tópicos imaginables. Los pueblos se construyen día a día, y nuestra miserable Castilla de hoy puede ser un faro de esperanza y dignidad en el día de mañana, como ya lo fueron otros pueblos que nada tenían de envidiables antes de la llegada de l@s dign@s.